Acabo de leer, y de ver,
Veneno (Madrid, Sins entido, 2011),
el cómic en el que
Peer Meter y
Barbara Yelin reconstruyen, a través de una
trama de ficción, las últimas horas de la envenenadora alemana
Gesche Gottfried y dan origen, ficticio, a la
losa negra que ocupa en Bremen el lugar en el que
fue ajusticiada en 1831. En el cómic, una escritora llega a esa ciudad,
dominada por el machismo y la constricción moral, con el encargo de escribir
una guía, pero se topa con el terrible caso de la Gottfried, que tiene a la
ciudadanía convulsa por su inminente ejecución pública. Las virtudes turísticas
de la ciudad pasan a formar parte muy secundaria de la estancia de la escritora,
que acaba presa de la perturbadora personalidad de la asesina a través de lo
que va oyendo sobre ella de boca de unos y de otros. Gottfried, reinventada por
sus vecinos, algunos de ellos intelectuales que la han investigado desde
ópticas muy particulares, se convierte así en la protagonista (casi) ausente
del relato. A pesar de la crueldad de sus crímenes (asesinó a sus hijos,
marido, amigos... con una mezcla de manteca y arsénico), Meter humaniza a
Gottfried sin minimizar su actividad reprobable, sino convirtiéndola en víctima
del deseo profundo, irrefrenable, que procede de su mente turbada; un instinto
que la domina y del que, aunque lo intenta, no puede escapar. Pero la narración
de Meter, y los muy acertados dibujos blanquinegros, difusos, algo retorcidos
de Yelin, también muestran a una sociedad por un lado torpe, incapaz de darse
cuenta a tiempo del monstruo que habita en su interior, y por otro hipócrita,
capaz de no indagar demasiado por no sacar a la luz su propia debilidad. Una
sociedad enferma en la que no es de extrañar que surjan personalidades tan
oscuras. La escritora extranjera que llega a Bremen vive en primera persona el
desprecio, la falta de respeto, la tiranía que se cierne sobre las mujeres, inermes
en un mundo que las relega, aprisionadas en un sistema de valores que les escupe directamente a la cara y
contra el que ellas no solo no se rebelan, sino que parecen aceptar, por lo que
resulta intolerable la independencia de la recién llegada.
Meter se inventa el origen de la losa negra de Bremen convirtiendo
a la escritora ficticia, que se ve obligada a presenciar la decapitación de la
asesina, en la persona que la colocó como recuerdo a esa mujer repudiada por
una sociedad que nunca hizo autocrítica. La realidad es menos amable y, como
decía arriba, ese trozo negro de suelo de la plaza de la catedral en el que estuviera el patíbulo sirve al
autóctono como escupidera, pues el recuerdo de la infame continúa presente. Me
gustaría saber qué opinión les merece
Veneno,
extraordinario en fondo y forma, polémico
si se quiere, a los bremenses de hoy.
© José Manuel Serrano Cueto
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